“Yo no tengo vocación de estar en la historia” Adolfo Suárez
Se dice que cuando el 3 de julio de 1976 el Rey pidió
a Suárez que “le hiciera el favor de ser el presidente del gobierno”, los
medios de comunicación internacionales se volvieron locos tratando de componer
el currículo de este hombre de Cebreros, un pequeño pueblo de Ávila.
La sinfonía compuesta por D. Juan Carlos y Torcuato Fernández-
Miranda y ejecutada perfectamente por este último ante el Consejo del Reino,
designaban a Adolfo Suárez González como piloto del naciente proceso de cambio.
Un país desconcertado, despertando de una pesadilla de
40 años, cuando dudaba entre abrir los ojos con fuerza y comenzar a soñar con
la libertad y la concordia, el respeto a los derechos civiles y el adios
definitivo a los viejos y vivos rencores se encontraba con un hombre dirigiendo
el país con “demasiadas” cualidades.
Los elefantes del régimen de un modo un tanto maquiavélico
y siempre “desde la legalidad” habían elegido, casi sin notarlo, al candidato que
menos les gustaba: demasiado joven, demasiado afecto al Rey, demasiado democrático,
demasiado civil, demasiado inexperto, demasiado dialogante, demasiado
trabajador, demasiado independiente.... Y estos calificativos, hoy
absolutamente admirables e imprescindibles para llevar a cabo la titánica
empresa que había que crear, eran entonces lo más peyorativo que se podía
dedicar al hombre que gobernaría España mientras se ponían los cimientos de un Estado realmente democrático.
Para los aspirantes más aperturistas también era
“demasiado” azul, ya que toda su carrera política estuvo vinculada al
Movimiento, por mucho que su ideología fuera totalmente reformista como así se
afanaba en declarar hasta al propio Franco sin cambiar de color.
Muchas son las biografías escritas de Adolfo Suárez.
Sus comienzos son humildes, “demasiado” humildes también. Este hecho le llevó a
cambiar de domicilio en función de los vecinos que podría encontrarse para buscar
el camino político hacia lo más alto. Abogado de formación y político de vocación,
se inició de la mano de Herrero Tejedor recomendado por Gómez de Liaño, uno
de sus profesores de la Universidad de Salamanca, en el mundo político.
Su principal afán por entonces era ayudar a su familia en serios apuros económicos
por la marcha de su padre Polo en busca de aventuras.
Católico devoto llegó a pensar en ingresar en el
seminario, algo que desestimó por no dejar desamparada a su madre y a sus
hermanos.
Su carisma, su simpatía pero sobre todo su capacidad
de trabajo incansable y perfeccionista le hicieron ir subiendo peldaños de los
que a veces bajaba casi a empujones, por querer ascender demasiado rápido en un
mundo en el que escalar solo era privilegio de unos pocos.
Adolfo, siempre estaba en el lugar adecuado en el
momento oportuno, sabía propiciar que así fuera. No dudaba en presentarse en el
restaurante que frecuentaban los ministros mas influyentes o en hacerse el
encontradizo con el Caudillo en uno de sus famosos días de pesca.
En esos caminos y siendo ya Gobernador Civil de
Segovia conoció al Príncipe Juan Carlos, quien por aquel entonces no interesaba
a casi nadie. Corría el año 1969 cuando los príncipes visitaban Segovia. Adolfo
Suárez conectó con Don Juan Carlos desde el primer momento. Con solo seis años
de diferencia de edad, dos hombres jóvenes que acababan de conocerse
descubrieron que su planes para el país en el que habitaban y en el que ambos
se sentían atados de pies y manos era similares. Desde ese paseo por Segovia y
el almuerzo en Cándido donde se dijo que Suárez ofreció a Don Juan Carlos la
“hoja de ruta” de como debería desarrollarse el cambio una vez desaparecido
Franco, surgió un vínculo profesional y personal tan fuerte, que pese a todos
los avatares y sin sabores posteriores, permaneció incluso después de que Suárez
se abandonara al olvido aunque siguiera la sensación de cariño de quien fue su
amigo.
A partir de aquí comenzó a fraguarse su merecido lugar
en la historia.
"Ningún viento es favorable a aquel que no sabe adónde va"
Adolfo Suárez tenía muy claro su destino a pesar de
los vientos en contra.
Se le tachó de inculto, de poco leído y “escribido”
algo que Calvo Sotelo se encargó de tratar de corroborar cuando a su llegada a
la Moncloa, ya como presidente del gobierno y apuesta personal de Suárez
manifestó que “allí había muchos teléfonos y pocos libros”. Ese sambenito de
chico de provincias con la carrera de derecho y gracias, que desbancó en la
terna a un montón de hombres de mundo, políglotas, viajados, cultos y muy
estudiados, le perseguiría de por vida. Ni la corrección a Hernández Mancha
cuando quiso adaptar un poema de Santa Teresa de Jesús, le sacó de los
infiernos de su falta de afición por la literatura. A diferencia de otros estadistas
nunca publicó nada propio, ni era un loco de la historia. El "sólo"
sabía escuchar, no leía, escuchaba, interactuaba, hablaba, era una animal
social y por extensión era un animal político. Lo suyo más que vocacional era
un don innato para el difícil arte de hacer política y todo lo que ello
conlleva, ansias de poder incluidas, ambición incluidas, carisma incluido.
En el momento que le tocó ser el actor principal tras
muchos papeles secundarios y no menos intervenciones sin importancia en la película
de la España de mediados de siglo, fue el peliculón. Tuvo la oportunidad de
hacer lo que ningún otro en este país había hecho, lo que de ser logrado ya
nadie tendría que hacer de nuevo y ¿quien no querría un indiscutible puesto en
los libros de historia por mucho que Suárez se empeñara en no tener vocación de
ser un hombre histórico?. El tiempo ha juzgado y condenado.
En un principio y por muchos años hasta que su vida
personal cayó en desgracia y hasta que la solidez del Estado español era
inquebrantable pero desgraciado, también la sentencia fue de culpable. Culpable
por escucharlos a todos. Culpable por hacer lo que le vino en gana y ser
consciente de la soledad de sus decisiones cuando creía que iban a ser lo mejor
para la andadura de la democracia, véase la legalización del Partido Comunista.
Culpable por tratar de unir a familias políticas para formar un partido fuerte
y solido por mucho que sus diferencias fueran a prueba incluso del talante
Suárez. Culpable por ser el elegido y culpable porque además empeñarse en ser
el electo.
Entre tanta culpa ese perdón tardío y esa nueva
sentencia de inocente se mire por donde se mire, carece de razón, sentido y
justicia. Demasiado tarde.
Aquellos que le juzgaron y condenaron de inicio, ahora
poco menos que le beatificarían como si hubiese realizado algún milagro. Porque
eso de sacar a un país con 40 años de dictadura a sus espaldas, con una
herencia política que conducía, casi por inercia al continuísmo y por convencer
a la mayoría de la ciudadanía de que tenían que ser ellos los auténticos
constructores de un país libre, moderno y a la altura del resto de nuestros
vecinos europeos, no contaba. ¿O si? Ahora si cuenta. Ahora que el ya no sabe
que sus enemigos más acérrimos se desgañitan en alabar sus excelencias si
cuenta.
A Adolfo Suárez González, el que aparece ya en los
libros de historia, le parecería fantástico ese cambio de parecer. Al Suárez
que conocimos sentado de medio lado en el escaño, así se votara al ley que abrió
a España a las opciones políticas, a las autonomías, al reconocimiento de los
derechos civiles o mientras pegaban tiros unos locos de verde que trataban de
liquidar todo aquello por lo que él había luchado, aun habiéndose bajado del
trono, no sabemos que le parecerá porque ni él lo sabe. De poco le sirve ahora
la absolución.
Lejos de ideales o ideologías, Suárez seguramente no
por formación pero, si por devoción y sobre todo por experiencia, era el vivo
ejemplo del modo de hacer política en momentos extremos. Un trabajador
incansable como él, que sobrevivió los casi cinco años que fue presidente del
gobierno a base de tabaco, café y tortillas francesas no puede ser un mentecato
del tres al cuarto. Era él quien gobernaba cuando todo el mundo se rindió al
milagro español. Cinco años de la vida de una persona dedicados íntegramente a
construir una España inexistente. Sin una constitución solida y duradera que le
precediera, con los rencores vivos de los muertos de unos y de otros, con
familias aun separadas en bandos, Suárez tenía que convencer a todas las
personas habitantes de este país de que era posible una autentica España porque
muchos, muchísimos, ni sabían ni se creían que se pudiera vivir de otro modo.
La única defensa de la mente ante la desgracia es el
olvido de los hechos. Los recuerdos se almacenan sin orden ni concierto,
modificados a nuestro antojo, adornados y convertidos en postales mas bellas.
Para aquellos momentos duros, los peores, la mejor defensa es la supresión. La
ausencia de cualquier resquicio de pensamiento que propicie la vuelta a la
memoria del dolor que encoje el corazón retorciéndolo hasta el llanto.
Son muchos los casos de personajes históricos políticos
aquejados a una edad relativamente temprana del monstruo del Alzheimer. Quizás
el único mecanismo biológico para que la tortura por las decisiones tomadas o
por tomar y de las que dependían millones de personas no les arrastren a la
locura aunque si a la autodestrucción involuntaria.
Para este hombre no había un diagnostico claro de cómo,
cuándo y por qué vivía pero no existía. La medicina no supo dar respuesta a por
qué se perdieron absolutamente todos sus recuerdos, hasta los mas íntimos. No
se explica como un hombre que se significó por su vehemencia en el discurso,
por su inteligencia a la hora de plasmar con palabras pensamientos no era capaz
de hablar con fluidez y de un modo inteligible.
Adolfo Suárez fue uno de los protagonistas de una de
las etapas del siglo XX que sirvió de ejemplo para muchos países aspirantes a
la democracia y para muchos otro que no creían en que el cambio que se produciría
en España seria rápido y sin dolor ni muerte. Los precedentes históricos del país,
no auguraban un futuro prospero y duradero pero Suárez, entre otros lo hizo
posible.
Quizá el único modo que su mente encontró de superar
tantos sinsabores políticos y personales fue el olvido no selectivo, el olvido
total, sin reservas.
Hoy se ha ido del todo físicamente pero hace mucho
tiempo que pasó a formar parte del esos pocos seres humanos que permanecerán
siempre en la memoria mas allá del tiempo.
Mi pesar por el adiós al Presidente, se ve en parte
mitigado por su ejemplo y su talla humana.
Representa todas aquellas cosas
que personalmente valoro: el pundonor, el coraje, la determinación, la fuerza,
el espíritu de trabajo, la entrega a su creencias, el servicio incansable a
aquello en lo que el creía, la capacidad de propiciar el encuentro, el
sacrificio por encima de sus propios intereses, el amor a la familia, la
lealtad. Sobre todo y por encima de todo Adolfo Suárez fue un hombre leal.
GRACIAS Y HASTA SIEMPRE PRESIDENTE.
Silvia Brasa
2014
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